Kodak se funda en 1921. En 2010 Instagram se lanza al internet.
Para 2012 instagram ya ha obtenido más de 100 millones de usuarios activos. Ese mismo año, 91 años después de su fundación, Kodak muere: se declara en bancarrota. El fin de Kodak, el emblema de la fotografía análoga y amateur, coincide con el auge de instagram.
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Retratar los últimos instantes de vida de las personas ha sido una costumbre importante en la tradición pictórica académica y vernácula (en México, por ejemplo, hay toda una tradición de fotografías a niños muertos en su ataud). Durante el barroco fue una costumbre de las familias que podían pagarlo contratar artistas para que capturaran el memento mori de uno de los suyos. Artistas flamencos, españoles, franceses retrataron expresiones de hombres y mujeres en sus lechos de muerte.
En un gesto similar, el uso obstinado de un medio obsoleto y la rendición de quien lo toma a prácticas que en un particular momento resultan lentas, caras, innecesarias constituye una especie de reverencia hacia una práctica que está en agonía. Un retrato de algo que está por terminar.
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A mediados del siglo XIX tuvieron lugar una serie de inventos que dieron lugar a la fotografía. Su uso, en un inicio, se reservó para situaciones excepcionales: retratos que sucedían una sola vez en la vida y que eran testimonio de la vida de alguien. El tiempo (y los avances de la tecnología ) democratizó su uso y ya para los setenta y ochenta del siglo XX el acto fotográfico tenía lugar más de una vez en la vida, en momentos importantes del devenir de las personas: nacimientos, matrimonios, graduaciones eran situaciones dignas de documentar.
Rollos de película fotográfica de 12, 24 y hasta 36 exposiciones se tiraban en momentos especiales para luego ser descubiertos en el proceso de entrega del rollo, revelado e impresión. El sobre que contenía los recuerdos de esos momentos importantes incluía unos negativos. La película revelada que permitía copias posteriores de las mismas impresiones.
Pero tal como la víbora que se muerde la cola o como el avance inevitable de la vida que lleva a la muerte, la excepcionalidad del acto fotográfico se fue desvaneciendo en la medida en la que su proceso desde la captura a la impresión se fue aligerando. Entre menos caro o pesado era la posibilidad de tomar fotos (cámaras más pequeñas, rollos e impresiones más accesibles) menos gravedad tenían las imágenes que retrataban.
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Entre el 2003 y el 2005 Valerio Gámez llevó acabo de manera constante ejercicios sutiles y absurdos de retratar su cotidianidad. Entre el fin del uso de la fotografía análoga y el principio de la documentación digital y permanente de nuestras vidas, Valerio cargó su cámara réflex en viajes, paseos cotidianos, fiestas comunes y momentos poco excepcionales para hacer una especie de retrato de su vida a partir de lo banal. Había en su actitud cierta nostalgia por eso que estaba dejando de ser: el acto fotográfico como algo excepcional. También había un atisbo de lo que estaba por aparecer: la fotografía de lo que no es importante.
Una tensión entre momentos. Un fin y un inicio. Pero también una tensión entre estéticas: la fotografía turística, inocente y que no se hace preguntas y la artística, que indaga, cuestiona, revela.
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La disposición sin jerarquías, una organización íntima y subjetiva de las muchas fotos que se exhiben en esta exposición (como en otros soportes y tecnologías actuales) responde a un ejercicio artístico en donde no hay una puerta de entra, no hay un criterio ni un orden de lectura.
Cada una de estas imágenes supone, frente a ella, la presencia de quien las tomó y su decisión caprichosa y deliberada de hacerlo. En el mismo lugar se coloca ahora el espectador. La decisión, paciencia y curiosidad de mirarlas, leerlas y recorrerlas (o de no hacerlo) recae en él; también los criterios para ordenarlas, detenerse en una y no en otra y recordarlas está ahora en la cancha de quien mira. El poder de quien produce se traslada a quien mira y el derecho a la interpretación íntima y subjetiva también.
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Hay una imposibilidad en el acto fotográfico que nos persigue en todos los momentos de su práctica: tomamos fotos para detener el tiempo, para apropiarnos de lo que se nos va de las manos mientras aprehendemos. El instante en el que fotografiamos un momento, para detenerlo, es el mismo instante en el que ese momento muere.